Entre los meses de mayo y junio de 1937, Picasso pinta este cuadro que, sin duda, se convirtió con el paso del tiempo en uno de los más relevantes en la historia del arte.
Guernica es una denuncia al bombardeo sobre el poblado homónimo, en el municipio de Vizcaya, perteneciente a la Comunidad Autónoma del país vasco.
“Rügen” fue el operativo sobre la población civil. La “Unidad Cóndor” de la fuerza aérea alemana y la “Aviación Legendaria” italiana, fueron las que llevaron adelante el crimen.
Para mí, esta historia comienza en el año 1971, cuando tenía 8 años, y vi por primera vez en la pared de lo que luego, fuera el taller donde comenzó este largo camino de los garabatos y el color.
El día que entré a ese recinto, sentí algo que jamas pude ponerle palabras; más, creo que es lo que puede sentir una persona religiosa cuando entra a un lugar sagrado. Nunca antes había estado en una habitación así; la luz entraba por el ventanal enorme y dibujaba sobre el piso de madera la silueta de los caballetes de pie, con sus lienzos sin terminar.
El olor desconocido de distintas pinturas, los pinceles en sus tarros, las manchas en el piso, era sin duda, un lugar único de aquel barrio de la niñez.
Al estar parado frente a una pintura en proceso, ver su esqueleto lleno de líneas y partes ya pintadas, me atraía fuertemente.
Me envolvía un sentimiento de respeto y admiración por aquellas personas capaces de encontrar esos trazos, líneas, formas y color, partiendo del lienzo en blanco.
Cuando di mi primera pincelada, también descubrí el sonido del pincel sobre el lienzo. Recuerdo el “cuadro” que pinté el primer día en el taller. Era mi casa, con el pino en el fondo y mi perro Erk. Cuando garabateaba mis papeles y miraba ese cuadro, no entendía por qué alguien que sabía pintar y era tan famoso, hacía esos raros dibujos.
Un día, la profesora me explicó qué representaba ese cuadro que tanto miraba, y agregó que nunca dejara de hacer mis garabatos; que un día podría pintar como Picasso. Yo no estaba seguro de querer hacer esos dibujos deformes.
Fueron años buenos, de pelota y taller; pero la vida del joven artista no duraría mucho. También en el año 1973 sobre el 312 de la calle Copihue del barrio Talca, voló el cóndor. El arte y el fútbol se eclipsaron dando paso a una lucha desigual por la sobrevivencia.
Siempre llegaban al recuerdo las palabras de la profesora: “Nunca dejes de hacer tus garabatos”. Pero el cóndor, en su vuelo, había arrasado con todo; también con mi templo. No quedó lugar donde protegerse.
De grande, en varias oportunidades me encontré con Guernica en sus diferentes tamaños de copias. Mi anhelo era reencontrarme con ella.
Y allí estaba, en Madrid, camino al Reina Sofía 48 años después de haberla visto por primera vez. Me envolvía el viejo sentimiento del lugar sagrado, con algo de alegría, ansiedad y también su cuota de angustia.
Parado en la puerta del museo, comenté a mi compañera de vida: “Solo me llevó 48 años llegar hasta aquí”.
Fui tomando mejor ubicación en la sala a medida que unos -molestos para mí- turistas se retiraban. Sus casi ocho metros por tres metros y medio imponían. Estábamos frente a frente; la recorrí detenidamente por más de media hora. Intenté controlar las lágrimas, imposible. Guernica me hablaba, gemía, gritaba su drama y sufrimiento, imponiendo respeto por el dolor.
Volvió a mi, la profesora de pintura -fallecida en el exilio- y también las ruinas del 312 de la calle Copihue.
Mas ahí estábamos, mirándonos y descubriéndonos como viejos conocidos. Le dije en sordina: “Volveremos a vernos”. Las lagrimas dieron lugar a una sonrisa. Salí de la sala pensando en mi primer “cuadro”, y la felicidad de haberla conocido.
Gustavo Mir.