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Otra navidad en las trincheras – Por Leonardo Borges

Antes de que la fecha se secularizara por la fuerza de la doctrina batllista y se convirtiera en el Día de la familia, antes ni siquiera de que Batlle y Ordóñez soñara con ser presidente – de hecho, su padre era el presidente -, una navidad marcó el espíritu de los uruguayos de otrora. Hoy olvidada a fuerza de otros hitos y el velo persistente de lo políticamente correcto, la Batalla del Sauce quedó sepultada tras el mármol del sacrosanto siglo XX. Un siglo XX que escondió tras las mangas de la lucha electoral el odio visceral entre los partidos, que el siglo XIX parió y amortizó en tantos litros de sangre.

El 25 de diciembre de 1870 se enfrentaron -en el marco de la Revolución de las Lanzas- las fuerzas de Timoteo Aparicio por los blancos y las de Gregorio Suárez -el Goyo jeta – por los colorados. Aquel Goyo Jeta (por sus labios prominentes) también bautizado “Goyo Sangre” por quien fuera su secretario, Carlos María Ramírez, era ya en aquellos tiempos un hombre temido. Timoteo Aparicio era el caudillo que aglomeraba a las fuerzas blancas en la acción militar más grande hasta aquellos tiempos.

Leonardo Borges

A principios de marzo de 1870 comenzó la cruzada con una proclama y la invasión desde Argentina de cuarenta hombres liderados por Timoteo. Así era aquel Uruguay, huérfano absolutamente de coerción, vio como un puñado de hombres desarmaron la frágil estabilidad política del país.

Pocos meses antes el Goyo y Timoteo se habían encontrado en la Batalla de Pedernal, el 8 de setiembre de ese año. Allí se la habían jurado. Un duelo que terminó con victoria del blanco, pero con la deshonrosa retirada de Suárez era ya suficiente para hacer arder a los paisanos de uno y otro bando.

Tras una fallida batalla contra el escuadrón de Suárez y tras una magistral escapada del Goyo, los revolucionarios perdieron una batalla trascendente. Aquel 25 de diciembre, se dio la batalla del Sauce. Aquella Navidad trajo macabros obsequios para los blancos.

Lo definió con maestría Carlos Machado en “La derrota de las Lanzas”: “En diciembre de 1870, las tropas coloradas del general Gregorio Suárez ganaron sobre las del blanco Timoteo Aparicio la batalla del Sauce. No hubo prisioneros. Parece que el vencedor había ordenado lancear y degollar a los heridos del enemigo que no pudieron ser recogidos, haciendo pasar la caballada sobre ellos. De ahí el apodo de “Goyo sangre” que le dio a Gregorio Suárez su ex secretario, el joven colorado liberal Carlos María Ramírez. A menudo la venganza política desbordaba de los jefes al pueblo y en realidad el investigador tiene derecho a preguntarse si no era éste el que contagiaba a aquellos y todos, entonces, participaban por igual de la misma atmósfera pasional y de la misma exacerbación de la afectividad”.

Casi seis mil colorados se enfrentaron a un número similar de blancos en una batalla que duró muchas horas. Prenderle fuego a la retaguardia del enemigo era ya una práctica habitual que aquí también se llevó a cabo. La batalla empero fue pareja hasta que los colorados lograron hacerse con unas piezas de artillería blanca y así torcieron el fiel de la balanza a su favor.

Los desmanes de Suárez fueron tremendos. Prisioneros y heridos pasados a cuchillo, más de medio centenar, hicieron que el presidente le quitara su cargo. Los historiadores hablan de la más sangrienta de las batallas de la historia del Uruguay. Eso es mucha sangre. Degollatinas por doquier, caballadas pasando por encima a los heridos, quema del campo donde huían los perdedores- hasta el asesinato de la orquesta de los vencidos después de hacerla tocar-, entre otros excesos de un Uruguay que no terminaba de escarmentar los odios partidarios.

El joven Eduardo Acevedo Díaz de tan solo 19 años de edad, pero con tremendo talento para las letras, al presenciar tanta barbarie, escribe a sus padres una carta: “La batalla del Sauce no se describe en dos palabras; el clásico heroísmo de esta patria infortunada, patentizado a mi vista, grabado indeleblemente en ese archivo de tiempo que se llama memoria, me ha conmovido profundamente…”. Ese heroísmo de patria infortunada, entendido desde la lucha fratricida en general, por retazos de poder solamente. Violencia y terror seguían indelebles en las memorias de los uruguayos, guerra por guerra, sangre por sangre. La carta de Acevedo culmina con la espantosa crónica de la batalla y de cómo debió cuidar a su hermano de la barbarie. “…A Antonio (su hermano) lo subí a la grupa de mi caballo cuando el enemigo quemaba nuestra valerosa retaguardia; traía tres balazos en el sombrero, y uno en las bombachas; pero nada más. Su hijo que los ama”.

Debieron replegarse los rebeldes y se dispersaron en 1871. Les cayó encima un terrible invierno. Las heladas les cayeron encima como lluvia ácida, haciéndolos morir terriblemente de frío. Hasta Jacinto Vera intentó mediar en aquel conflicto que parecía no tener fin, pero esos odios eran fuertes. Restaban muchas más batallas y un par de años más. Recién el 6 de abril de 1872 se logró una transa política denominada Paz de Abril, en la que los dos partidos por primera vez lograron coparticipar, obviamente por fuera de la constitución de 1830. Igualmente, aquel arreglo verbal quedaría sostenido sobre la fina piola de la palabra, faltaría poco para que se volviera a romper.





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