Parecía algo simple.
Era habitual para mi encontrarme con Él, tomé mi ropa deportiva y sin pensarlo un solo minuto más, monté mi bicicleta y fui a su encuentro.
Llegué a la hermosa rambla de Atlántida y Él aún no estaba, comencé a pedalear despacio, disfrutaba del aire fresco en mi rostro, cuando de pronto, sentí que venía a mis espaldas.
Él también llegaba sin prisa, como si aún estuviera dormido.
Sacudí mi pelo al viento de la mañana y como era habitual, esto lo ponía muy celoso.
Estoy segura de que muchas veces, hubiera querido ser viento para rozar mi cara, pero no lo era y tenía que conformarse, con el lugar que le tocaba.
En la medida que pasaban los minutos, se fue acercando hasta el punto de que su presencia se hizo evidente, Él sin dudas, quería que de una vez lo mirara.
Di la vuelta y lo enfrenté con una sonrisa.
Su belleza era tal, que no pude resistir decirle que lo amaba.
Bajé a la arena de la playa y con la complicidad del mar que nos cantaba suavemente con sus olas, dejé que me abrazara.
Era tan cálido y placentero estar junto a él.
Dudé de hacerlo. Si, no temo confesarlo, dudé, pensé que aún no era momento, pero al final tomé la decisión de quitarme despacio, muy despacio, mi ropa deportiva.
Le ofrecí mi piel y por supuesto todo mi ser y mi alma.
Sin dudarlo, el me envolvió con su calor. Rodamos juntos por la arena.
Este sol que me esperaba todas las mañanas era el amante perfecto. Nunca cuestionó nada. Solo nos encontrábamos cada mañana, hasta que yo decidiera partir.
Nunca bajo de tarde a la playa, ya que mi corazón se entristece al verlo partir en el ocaso, por eso, prefiero verlo al alba.
Milton.