Como tantas mañanas salí caminando sobre el césped húmedo de la calle 16. Era algo que hacía desde pequeño, creo que allí fueron mis primeros pasos una mañana de sol donde las gotas de rocío brillaban sobre los jardines.
Sin cercos que delimitaran cada propiedad, resultaba seguro y divertido recorrer aquella calle.
Mi esperanza, la de siempre, era encontrarme con un rico y apetitoso hueso con abundante carne. Me sacó de mi aburrimiento el grito de aquel niño, que parecía esperarme todas las mañanas con su túnica blanca.
“Cacho, vení Cacho, toma un bizcocho”. Allí fui, y en realidad, no era el bizcocho lo que me agradaba de aquel encuentro, sino las caricias, que de lunes a viernes me regalaba antes de las 8 de la mañana. Yo cojeaba de una de mis patas y mi pelo corto y duro, parecía no importarle demasiado. Allí estaba siempre, para que yo comenzara bien mi día.
A mi regreso y sin hueso en mi boca, observé como las flores secas de hierro, que una a una estaban dispuestas en cada jardín, seguían sin tener un toque de color como otrora yo las conociera.
No lograba entender por qué aún secas, mantenían sus tallos verdes, las flores hoy parecían esqueletos y no tenían entre sus pétalos aquellas bolsas que yo solía investigar, una a una en busca de los restos exquisitos de una cena.
Todo había cambiado.
Hoy los gatos de mi barrio, se daban el festín en las esquinas, adentro de unos templos que eran inaccesibles para mí. Con sus puertas abiertas para atrás, esperaban todas las bolsas que antes fueron mis trofeos de las mañanas.
Por lo tanto, mañana, volveré a ver si mi amigo; el niño de la moña que siempre tiene un bizcocho para mí, me alegra la jornada.
Igual sigo preguntándome, en mi irregular andar de tres patas. ¿Los hombres, quitarán esas tenebrosas flores de hierro de sus jardines algún día?
Milton.