LA TIJERA
Era abril, un simple día donde los rayos del sol se colaban entre las nubes de una mañana que aún no se definía.
Los grandes ventanales de mi finca, me permitían ver los jardines vecinos.
Allí estaba, como dándole tributo a un verano que se negaba a retirarse, un hermoso hibisco.
Sus flores rojas, brillaban con los tímidos rayos del sol, cuando llego él.
Un hombre de caminar tranquilo, el cual portaba en su mano derecha una enorme tijera de podar.
Los mangos de la misma, solo mantenían el brillante barniz en las áreas cercanas a la punta de ellos.
El sudor de horas de trabajo había dejado al descubierto la madera que alguna vez, fue rama de la vida de otro árbol.
Secundando la marcha, la señora de la casa, enfundada en algo que se parecía a un vestido negro y disfrutando el morboso pre estreno del espectáculo que se avecinaba, apoyaba sus talones blancos y ajados sobre unas raídas sandalias.

El jardinero, por definirlo de alguna forma, estaba con una remera que alguna vez fue azul y hoy, tras los años, ya tenia sus hombros blanquecinos y su espalda mostraba también el pasaje del tiempo, cubriéndole con un tono celeste.
Sin mediar palabra, asestó su primera agresión al hibisco, que se mantuvo en silencio y de forma digna asumió el asesinato que a sus brotes le profería “El Jardinero”.
Luego de algunos tijeretazos, miró a la señora de la casa, de la cual no quise ni pude oír la sentencia.
Fue una muerte lenta, giraban alrededor de ellos, un pobre perro viejo que miraba asombrado la acción y olfateaba cada roja flor que caía.
El hibisco fue mutilado poco a poco, hasta que su altura la delimitó el alto al que las tijeras podían acceder, ni un centímetro más, ni un centímetro menos, no sea cosa que mañana tuviera que venir un jardinero de mayor estatura.
Los tres se retiraron de la escena del crimen y allí quedaron un montón de flores en el suelo y unos tiernos brotes del hibisco.
Acciones similares, cometemos los humanos a diario, en particular con la juventud, que cada vez que nos muestran la flor perfumada de su rebeldía y su deseo de crecer, mutilamos sin preguntarle por qué buscan el sol de la vida para desarrollarse.
Sera tal vez que, a nuestra ajada piel, no le va bien el sol.
Tengo un lugar, tras la ventana, y varios sillones donde sentarnos a ver como los hibiscos que hemos plantado en esta tierra, crecerán queramos o no.
Milton.